- Michou, ¡vamos! Tenemos que llegar a la escuela no te entretengas.
Dijo mi hermano tras pararme a recoger del suelo un canto rodado color añil que estaba en un lado del camino para mi pequeña colección de “piedras preciosas”, las cuales cuento una y otra vez para repasar lo que estaba aprendiendo. Desde hace un mes mi hermano Aristole y yo íbamos al segundo turno de la nueva escuela que habían construido en Mariani, donde estaban los edificios.
Llevaba un mes pero ya sabíamos contar y comenzábamos a vislumbrar algunas silabas sueltas. Mis padres me decían día tras día antes de dormir lo afortunada que era de poder asistir a la escuela; repitiendo una y otra vez: “hija mía, algún día gracias a vosotros nosotros seremos los que vivan en esos edificios”. Señalando a través del agujero hecho en el muro de barro las luces que emanaban de la ciudad y que conseguían iluminar nuestro asentamiento. Imagen que cada día que pasa, recuerdo entre mis pensamientos.
- ¡Michou vamos! Son casi las seis. Ya con tono enfurecido Aristole dio media vuelta y mirándome fijamente enmudeció.
Ese silencio enmudecedor dio paso a un terrible estruendo, la tierra vibró como si de una ola se tratara, y en menos de un segundo observé de fondo como los edificios comenzaban a resquebrajarse y desplomarse como si fueran fichas de dómino. En menos de un minuto, vi como ese sueño que mis padres me repetían una y otra vez se despedazaba; acercándome a mi hermano le apreté la mano y lo único que salió de mi boca titubeante fue: “mama, papa…”
Ante tal caos corrimos desesperadamente de vuelta a casa, con la esperanza de reencontrarnos con una realidad que con el paso de los días supimos que nunca volvería. Fue entonces cuando con toda mi esperanza hundida conocí a Gerard, un cura castrense del ejército francés.
Gerard comenzó a dar misas diarias a las que acudían cientos de personas en busca de esperanza; aunque en el fondo él sabía que no hacía falta rituales para salir de esa situación sino un milagro. Cansado de esperar ese milagro, un día cogió un madero partido lo colgó en uno de los muros derruidos y con un bote de pintura blanca pintó école[1], aunque Michou no sabía lo que ponía en su interior algo despertó y corriendo fue a preguntarle. Él le contestó con voz grave: “A partir de hoy comienza la normalidad, corre y dile a tu hermano que mañana empiezan las clases.”
Cambiando la estola por la tiza, Gerard comenzó a dar día tras día clases comenzando a sanar de esta forma a unos niños traumatizados por la catástrofe natural y empezando a sentar las bases que permita reconstruir el futuro de la sociedad haitiana.
Gerard fue la luz que dio esperanza, después de un año es ahora cuando lo sé y comprendo las palabras de mis padres: el edificio al que hacían referencia es al edificio de nosotros mismos, de nuestra vida en el que gracias a la educación que estamos recibiendo del padre Gerard comenzamos a sentar nuestros cimientos.
NOMBRE: ANTONIO SÁNCHEZ JIMÉNEZ
[1] École: escuela en francés.
[1] École: escuela en francés.
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